SENTIMIENTOS HUMANITARIOS

Sin mucho mas q decir sobre lo sucedido en chile... Esta todo mas q a la vista...
averigua donde podes ayudar a nuestros Hermanos de alma..
Siempre hay Lugares donde podemos aportar un granito de arena para toda esa gente q sufre.. q estan en la nada total y absoluta. Lo unico q les qda a esas personas y familias es la esperanza de saber q pueden tender la mano y de vos depende q sus esperanzas no decaigan...

Dios bendiga tus buenas obras, tu esfuerzo y tus ganas de cambiar el mundo...
LORE...
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Sólo entendemos el ‘milagro de la vida’ cuando dejamos que suceda lo inesperado. Todos los días Dios nos da, junto con el sol, un momento en el que es posible cambiar todo lo que nos hizo ‘infelices’. Todos los días tratamos de fingir que no percibimos ese momento, que ese momento no existe, que hoy es igual que ayer y será igual que mañana. Pero quién presta atención a su día, descubre el ‘instante mágico’, puede estar escondido en cualquier parte.”



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jueves, 3 de diciembre de 2009

Cuentos increibles e inolvidables...


   


AFORTUNADA

                                por Madame D’Aulnoy  

Érase una vez un pobre labrador, que viéndose a punto de morir, no quiso dejar en la herencia de sus bienes ningún motivo para que discutieran sus dos hijos, un muchacho y una jovencita , que le amaban tiernamente.
-Vuestra madre me aportó por dote–les dijo-, dos escabeles y un jergón. Helos aquí con mi gallina, aparte poseo una maceta de claveles, y un junco de plata, que me fueron dados por cierta gran dama que en cierta ocasión descansó en mi pobre choza, recomendándome antes de partir:
-“Buen hombre, he aquí el don que os hago, mas no descuidéis regar bien los claveles, y guardar el junco. Por otra parte, vuestra hija será de una incomparable belleza, llamadla Afortunada, y dadle el junco y los claveles para consolarla de su pobreza.”
Así -agregó el padre-, mi Afortunada, tú tendrás lo uno y lo otro, siendo el resto para tu hermano.
Los dos hijos del labrador se contentaron con la pobre herencia.
El padre murió, ellos le lloraron y el reparto se hizo sin pleitos. Pero Afortunada, creyendo que su hermano la quería, al ir a sentarse en uno de los escabeles, tuvo la sorpresa de oírle decir con aire malévolo:
-Guarda para ti tus claveles y tu junco, y no desordenes mis escabeles pues a mí me gusta que la casa esté arreglada.
Afortunada, que era muy dulce, se echó a llorar en silencio y permaneció de pie mientras que Bedou (este era el nombre de su hermano), estaba cómodamente sentado. Llegó la hora de cenar, Bedou tenía un excelente huevo fresco que había puesto la única gallina y le tiró la cáscara a su hermana.
-Ten –le dijo-, yo no tengo otra cosa que darte y si no te gusta, vete a cazar ranas; las encontrarás en el charco más próximo.
Afortunada no respondió nada; ¿qué podía replicar? Levantó los ojos al cielo y lloró, después entró en su habitación que se hallaba toda perfumada, y no dudando de que éste fuera el aroma de los claveles, se les acercó tristemente y les dijo: -Hermosos claveles, cuya variedad me causa tanto placer contemplar, vosotros que alegráis mi corazón afligido con el dulce perfume que desprendéis, no creáis que os vaya a dejar sin agua o que cruelmente os arranque de vuestro tallo, pues cuidaré de vosotros ya que sois mi único bien.
Cuando concluyó de hablar, la joven miró si tenían necesidad de ser regados encontrándolos muy mustios entonces. Cogió un cántaro, y corrió al claro de luna hasta el manantial, que estaba bastante alejada.
Como había marchado muy deprisa, fatigada por la carrera, se sentó en el borde de la fuente para reposar, mas apenas lo había hecho, vio venir a una dama cuyo aire majestuoso se correspondía bien con el del numeroso séquito que la acompañaba; seis hileras de doncellas de honor sostenían la cola de su capa, y ella se apoyaba en otras dos, los guardias marchaban delante suyo, ricamente vestidos de terciopelo color amaranto con bordados de perlas, portando un dosel campestre, que fue pronto extendido sobre sus cabezas, y un sillón tapizado en tejido de oro donde la señora tomó asiento; al mismo tiempo se preparaba una mesa cubierta toda con vajilla de oro y vasos de cristal.  

Se sirvió una excelente cena a poca distancia de la fuente, de la cual el dulce murmullo parecía un acorde de muchas voces que cantasen armoniosamente.
Afortunada estaba en un rinconcito no osando ni respirar, tan sorprendida se hallaba ante todo cuanto sucedía. Al cabo de un momento, la reina le dijo a uno de sus servidores:
-Me parece que hay una pastora muy cerca de la fuente, traédmela.
Entonces Afortunada avanzó y por muy tímida que fuese de natural, no dejó de hacer una profunda reverencia a la reina, con tanta gracia, que quienes la vieron quedaron sorprendidos; recogiendo el bajo de su vestido se alzó después delante de la soberana, los ojos bajos modestamente; las mejillas cubiertas de un rubor que intensificaba la blancura de su tez y con sus maneras y su aire de sencillez y dulzura, encantó a todo el mundo.
-¿Que hacéis vos aquí, bella niña –le preguntó la reina-, no teméis a los ladrones?
-¡Ay de mí!, señora –repuso Afortunada-, sino poseo más que un traje de tela ordinaria, ¿qué ganarían ellos con una pobre pastora como yo?  

-¿Vos no sois rica? –inquirió la reina sonriente.
-Soy pobre –dijo Afortunada-, pues no he heredado de mi padre otros bienes que una maceta de claveles y un junco de plata.
-Mas vos tenéis un corazón –prosiguió la reina-, si alguno deseara robároslo, ¿querríais dárselo?
-Yo no sé que es eso de dar mi corazón, señora –respondió ella-, pues siempre entendí decir que sin corazón no se puede existir, que cuando está herido preciso es morirse, y, a pesar de mi pobreza, no estoy cansada de vivir.
-Estáis en lo cierto, bella niña, al defender vuestro corazón. Pero, decidme –agregó la reina-, ¿habéis cenado?
-No, señora –repuso Afortunada-, mi hermano se lo ha comido todo.
La reina ordenó que le llevasen un cubierto, y haciéndola sentarse a la mesa, ella misma le sirvió los mejores platos.
La joven pastora estaba tan sorprendida y admirada, como encantada de las bondades de la reina, que apenas podía comer un bocado.
-Quisiera saber -le dijo la reina-, que es lo que vos habéis venido a hacer tan tarde a la fuente.
-Señora –contestó Afortunada-, he aquí el cántaro; vine a por agua para regar mis claveles.
Y hablando así, la muchacha se inclinó con la intención de recoger su cántaro que estaba cerca de ella, mas en cuanto iba a mostrarselo a la reina, quedó estupefacta al encontrarlo convertido en oro, todo el cubierto de gruesos diamantes y lleno de un agua cuyo frescor y aroma n un sabor delicioso.
Sorprendida, no osaba tomarlo, creyendo que no le pertenecía.
-Yo os lo doy, Afortunada –dijo la dama-, id a regar las flores que cuidáis y acordaos de que la Reina de los Bosques quiere ser vuestra amiga.
Al escuchar tales palabras, la pastora se echó a sus pies.
-Después de haberos dado mis más humildes gracias, señora , por el honor que me habéis hecho -le contestó ella-, voy a osar tomarme la libertad de rogaros que me escuchéis un momento; quiero entregaros la mitad de mis bienes, una maceta de claveles que no podrá jamás estar en mejores manos que las vuestras.
-Id, Afortunada –le dijo la reina acariciándole dulcemente las mejillas-, acepto el quedarme aquí hasta que retornéis.
Afortunada recogió el cántaro de oro corriendo a su cuartito, pero mientras estuviera ausente, Bedou había entrado, quitándole la maceta de claveles para poner en su lugar una gran col. Cuando Afortunada descubrió aquella ordinaria col, se hundió en la más profunda aflicción y quedó dudando si volver o no a la fuente. Al final decidióse yendo a postrarse de hinojos delante de la reina.
-Señora –explicó-, Bedou me ha robado mi maceta de claveles, ya no me queda más que este junco, os suplico, pues, que lo recibáis como una prueba de mi reconocimiento.
-Si yo acepto vuestro junco, bella pastora –reflexionó la reina-, vos estaréis arruinada.
-¡Ah, señora! –dijo ella con un aire de ingenua sinceridad-, si tengo vuestra gracia, no puedo estar arruinada.
La reina aceptó el junco de Afortunada, tomándolo entre sus dedos, enseguida montó en un carro de coral, enriquecido con esmeraldas, y tirado por seis caballos blancos de gran belleza. Afortunada le siguió con la mirada hasta que los caminos del bosque la ocultaron a su vista. Entonces ella volvió a casa de Bedou muy impresionada por la aventura vivida.
La primera cosa que hizo entrando en su habitación, fue tirar la col por la ventana. Mas se llevó una gran sorpresa al oír una voz que gritaba:
-¡Ah, soy muerto!
La joven no comprendió nada, ya que normalmente las coles no suelen hablar, pero, cuando se hizo de día, Afortunada, angustiada por su maceta de claveles, bajó al patio para buscarla, y la primera cosa con que se tropezó fue a la malhadada col; a la que le dio un puntapie, increpándola:
-¿Qué haces aquí, tú, que has ocupado en mi cuarto el lugar de los claveles?
-Si no me hubieran llevado a tu habitación–respondió la col-, yo no estaría aquí.
Ella se estremeció, pues tenía mucho miedo; pero la col le dijo todavía:
-Si me devolvéis con mis camaradas, os diré en dos palabras que vuestros claveles están en el jergón de Bedou.
Afortunada, en su desesperación, no sabía como podría recuperarlos, pero aún así tuvo el detalle de plantar la col y enseguida cogió la gallina favorita de su hermano y le dijo:
-¡Malvada bestia, te voy a hacer pagar todas las penas que Bedou me ocasiona!
-¡Ah, pastora –repuso la gallina-, dejadme vivir, y como me gusta chismorrear, os contaré cosas sorprendentes!
No creaís ser hija del labrador en cuya casa habéis crecido, no, bella Afortunada, él no era vuestro padre; la reina que os dio la vida tenía ya seis hijas, y como si ella pudiese a voluntad traer al mundo un varón, su marido y su suegro le dijeron que la apuñalarían a menos que les diese un heredero.
La desventurada reina, afligida porque estaba encinta de nuevo, fue encerrada en un castillo, bajo custodia de los guardianes, o mejor dicho, los verdugos que tenían la orden de asesinarla si daba a luz otra niña.
La pobre reina, alarmada por la desgracia que la amenazaba, no comía , durmiendo apenas, mas tenía una hermana que era un hada y la reina le escribió contándoselo todo. El hada también hallábase embarazada pero ella no ignoraba que tendría un varón.
Cuando éste nació, encargó a los céfiros una cuna en donde introdujo al recién nacido ordenando que llevasen al pequeño príncipe a la habitación de la reina su hermana, con fin de cambiarlo por la hija de aquella.
Tal previsión no sirvió de nada, porque la reina no recibió ninguna carta del hada y aprovechando la buena voluntad de uno de los guardianes, que tuvo piedad de ella, huyó gracias a una escala de cuerda que aquel le procuró..
Desde que vos nacisteis, la afligida reina, buscando en dónde ocultarse, llegó a esta casita, medio muerta de cansancio. Yo era labradora y buena nodriza -dijo la gallina-, y ella me entregó a su hija, y me contó sus pesares, pero se encontraba tan agotada, que murió sin tener el tiempo de ordenar que podíamos hacer con vos.
Como a mí me ha gustado toda la vida hablar, no podía callarme evitando el contar esta aventura, de suerte que un día vino aquí una bella dama, a quien relaté todo lo que sabía. De pronto ella me tocó con su varita y me convertí en gallina, sin poder hablar más. Mi aflicción fue extrema y mi marido que estaba ausente en el momento de esta metamorfosis, nunca supo lo que había sucedido.
Cuando volvió, él me buscó por todas partes, y finalmente creyó que me ahogué en el río o que las bestias del bosque me habían devorado.
Esta misma dama causante de mi infortunio, pasó una segunda vez por aquí y le ordenó a mi esposo que os diera por nombre Afortunada, haciéndole el presente de un junco de plata y de una maceta de claveles. Cuando ella estaba dentro de la choza, llegaron 25 guardias del rey vuestro padre, que os buscaban con malvadas intenciones, pero la señora dijo entonces algunas palabras y les convirtió en coles verdes, una de las cuales lanzasteis ayer por vuestra ventana.
Yo no había podido hablar hasta el presente por mi misma, e ignoro por qué hoy me ha sido devuelta la voz.
La princesa permaneció muy sorprendida de las maravillas que la gallina le estaba contado y como era de natural bondadoso, le dijo:
-Me causáis una gran piedad, mi pobre nodriza, al haber sido convertida en gallina, y desearía retornaros vuestra antigua figura si pudiera, mas no desesperéis pues me parece que todo ese estado de cosas que acabáis de explicarme, no pueden durar mucho. Y ahora voy a buscar mis claveles, ya que les tengo mucho cariño.
Bedou había ido al bosque, no pudiendo imaginar que a su hermana Afortunada le habían indicado que buscase en el jergón; a lo que ella, contenta al advertir su ausencia, supo que nadie iba a impedirle la pesquisa, mas hete aquí que de repente vio una gran cantidad de ratas prodigiosas y armadas para guerrear. Las ratas se alineaban por batallones teniendo detrás de ellas el famoso jergón y los escabeles a los costados, también muchos ratones enormes formaban el cuerpo de reserva, resueltos al combate como los soldados.
Afortunada quedó muy sorprendida, y no osaba aproximarse, cuando ya las ratas se tiraban sobre ella y la mordían haciéndola sangrar.
-¿Cómo queridos claveles –gritó ella-, podéis estar en tan mala compañía?
De repente la joven se dio cuenta que tal vez el agua perfumada que llevaba en el cántaro de oro tuviera una virtud particular y fue a buscarlo tirando después algunas gotas sobre el pueblo ratonil, y los ratones se salvaron como pudieron, entonces la princesa cogió prontamente sus hermosos claveles que estaban a punto de marchitarse de tanto como necesitaban ser regados.
Afortunada les echaba encima toda el agua que había en el cántaro de oro reanimándolos, cuando escuchó una voz clara y dulce que salía de entre los tallos, diciéndole:
-Incomparable Afortunada, he aquí el día feliz y tan deseado para declararos mis sentimientos, sabed que el poder de vuestra belleza es tal, que puede enamorar hasta a las flores.
Temblorosa la princesa, y sorprendida de haber escuchado hablar, en tan poco tiempo, a una col, una gallina y a unos claveles, y de haber visto una armada de ratas, palideció desmayándose.
Bedou llegó entonces: del trabajo y como el sol le habían acalorado poniéndole de pésimo humor, en cuanto vio que Afortunada había venido a buscar los claveles y que los había encontrado, la arrastró hasta la puerta echándola fuera de muy malos modos.
Ella, apenas había sentido la frescura de la tierra en el rostro, y, en abriendo sus bellos ojos, se apercibió de que cerca tenía a la Reina del Bosque, siempre encantadora y magnífica.
-Tenéis un hermano mezquino, pues ya he visto con cuanta inhumanidad os ha arrojado al suelo, ¿deseáis que os haga justicia?
-No, señora –le dijo ella-, yo no soy capaz de enfadarme pues su malvado natural no puede cambiar el mío.
-Os prevengo–agregó la reina-, de que me asalta cierto presentimiento que me asegura que este tosco labrador no es vuestro hermano, ¿qué pensáis vos?
-Todas las apariencias me persuaden de que lo es, señora –replicó modestamente la pastora-, y debo creerlo.
-Cómo –continuó la reina-, ¿no habéis oído decir que por nacimiento sois princesa?
-Me lo han dicho hace poco –respondió ella-, sin embargo, ¿osaría vanagloriarme de una cosa de la que no tengo ninguna prueba?
-Mi querida niña –dijo la reina-, os quiero por vuestro carácter!, y veo que la educación humilde que habéis recibido no ha variado la nobleza de vuestra sangre. Sí, vos sois una princesa, pero ello no ha impedido las desgracias que vos habéis tenido que sufrir hasta esta hora.
Ella fue interrumpida en ese momento por la llegada de un joven adolescente más hermoso que el día, que iba vestido con una larga túnica entretejida de oro y de seda verde recamada de esmeraldas, de rubíes y de diamantes, llevaba, además, una corona de claveles y los cabellos le cubrían las espaldas.
Tan pronto como vio a la reina, el joven puso una rodilla en tierra, saludándola respetuosamente.
-¡Ah, hijo mío, mi amable Clavel! –le dijo ella-, el tiempo fatal de vuestro encantamiento acaba de terminar, con la ayuda de la bella Afortunada, ¡que alegría el veros!
Le abrazó estrechamente, y volviéndose enseguida hacia la pastora, le explicó:
-Encantadora princesa-, sé todo lo que la gallina os ha contado, pero lo que vos no sabéis es que los céfiros a quienes yo había encargado poner a mi hijo en vuestro lugar, le llevaron a un parterre de flores.
Mientras ellos iban a buscar a vuestra madre que era mi hermana, un hada que no ignoraba nada de las cosas más secretas, y con la cual yo estaba peleada desde hacía tiempo, espió el momento previsto para el nacimiento de mi hijo, cambiándole por una mata de claveles, y a pesar de toda mi sabiduría, me fue imposible deshacer el maleficio.
Hundida en la tristeza que sentía, empleé mi arte con fin de hallar algún remedio, y no encontré nada más seguro que llevar al príncipe Clavel al lugar en donde habíais de criaros, adivinando que cuando vos hubierais regado las flores con el agua mágica contenida dentro del cántaro de oro, él hablaría y os amaría, y que en el futuro nadie iba a entorpecer vuestra felicidad; en cuanto al junco de plata, que era de mi pertenencia, preciso iba a ser que yo lo recogiese de vuestra mano en un tiempo futuro, no ignorando que esa sería la señal por medio de la cual conocería que la hora se aproximaba o el encantamiento perdía su fuerza, a pesar de las ratas y los ratones que nuestra enemiga pusiera contra nosotros, para impediros acceder a los claveles.
Así pues, mi querida Afortunada, si mi hijo se casa con vos, vuestra felicidad será permanente, mirad ahora si el príncipe os parece lo bastante amable para aceptarle como esposo.
-Señora –replicó ella ruborizándose-, vos me colmáis de favores, con lo cual ya compruebo que sois mi tía, también por vuestra intervención, los guardias enviados a matarme, han sido metamorfoseados en coles y mi nodriza en gallina, y me habéis propuesto la alianza con el príncipe Clavel, que es el más grande honor al que yo pueda aspirar. Pero os confiaré mis dudas: no conozco su corazón y empiezo a sentir, por primera vez en mi vida que no podría ser feliz si él no me amase.
-No tengáis ninguna incertidumbre , bella princesa –le dijo el príncipe-, hace mucho tiempo que vos me habéis conquistado, y si el uso de la voz me hubiera sido permitido antes, habría seguido día a día el desarrollo de la pasión que me consume, mas soy un príncipe desgraciado, por el cual vos no sentís otra cosa que indiferencia.
Y le recitó entonces, unos versos plenos de amor y ternura.
La princesa estuvo muy contenta con la galantería del príncipe y sus bellos poemas, elogiando tales versos, y aunque ella no estaba acostumbrada a escuchar semejantes cosas, los alabó como persona de buen gusto.
La reina, que no podía soportar el verla vestida de pastora, impaciente, la tocó con su varita, vistiéndola con las más ricas vestiduras que hayan sido jamás vistos, pues sus humildes ropas de tela áspera se transformaron en brocado de plata bordado de pedrería, y de su alto peinado cayó un largo velo de gasa entretejido con oro, sus cabellos negros estaban ornados de mil diamantes, y su tez, donde la blancura deslumbraba, se encendió en vivos colores, obligándo al príncipe exclamar:
-¡Oh, Afortunada, cuán bella sois y que encantadora!... ¿Seréis vos inexorable con mis penas? –gimió a continuación.  

-No, hijo mío –dijo la reina-, vuestra prima no resistirá a nuestros ruegos.
Mientras ella hablaba así, Bedou apareció, y viendo a Afortunada como una diosa, creyó soñar. Ella se le dirigió con mucha bondad rogando a la reina tener piedad de él.
-¡Cómo, después de haber sido maltratada! –exclamó la soberana.
-¡Ah, señora –replicó la princesa-, yo soy incapaz de vengarme!
La reina la abrazó y elogió la generosidad de sus sentimientos.
-Para contentaros –dijo ella-, voy a enriquecer al ingrato Bedou.
Y entonces la cabaña se convirtió en un palacio amueblado con gran riqueza, mas sus escabeles no cambiaron de forma, ni tampoco el jergón, para que el labrador nunca olvidase los días pasados, empero la Reina de los Bosques suavizó su carácter y le hizo amable y cortés, cambió su figura y Bedou entonces se encontró incapaz de reconocerse.
¡Qué no les dijo él, en esta ocasión, a la reina y la princesa para testimoniarles su agradecimiento.
Acto seguido, y por un golpe de varita, las coles se convirtieron en hombres, la gallina en una mujer, pero el príncipe Clavel era el único que estaba triste suspirando por su princesa y le rogó que tomase una resolución que le favoreciera, lo que al final ella hizo pues le encontraba encantador.
La Reina del Bosque, satisfecha de un tan dichoso matrimonio, no descuidó nada para que todo fuera suntuoso.
Esta fiesta duró años, y la felicidad de los tiernos esposos tanto como sus vidas.  

Traducido del original francés por Estrella Cardona Gamio
 


 
 

CUENTOS: "La bella durmiente





LA BELLA DEL BOSQUE 
DURMIENTE
               de Charles Perrault

Érase una vez un rey y una reina que estaban muy tristes por no tener hijos, y su tristeza era tan inmensa que no hay palabras para describirla.
Por ese motivo fueron a tomar las aguas a muchos balnearios, hicieron votos, ofrendas, en fin, todo lo que se podía hacer se hizo y no sirvió para nada, de momento, hasta que un buen día, la reina tuvo una niña, y se dice que en el magnífico bautizo, se le dio a la princesita, por madrinas, a cuantas hadas se pudieron encontrar en el reino (que en esta ocasión fueron siete), con objeto de que cada una de ellas le concediese un don, como era la costumbre de las hadas en aquellos tiempos, y la princesa tuviese, por este medio, todas las perfecciones imaginables.
Después de la ceremonia del bautismo, el acompañamiento fue al palacio del rey donde hubo un gran festín para las hadas.
Se puso delante de cada una de ellas un lujoso cubierto, dentro de un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino guarnecido de diamantes y de rubíes.
Cuando ya cada comensal tenía su lugar en la mesa, se vio entrar a una vieja hada a quien no habían invitado pues hacía más de cincuenta años que no salía de un torreón y por esto la creían muerta o hechizada.
El rey hizo poner otro cubierto, pero no hubo procedimiento de conseguirle un estuche de oro macizo, como a las demás porque no se habían encargado hacer más que siete para las siete hadas.  

La anciana creyó que se la despreciaba, y gruñó algunas amenazas entre dientes. Una de la jóvenes hadas que se encontraba detrás de ella, la escuchó y juzgando que podría otorgar cualquier don enojoso a la princesita, apartóse, apenas concluyó el banquete, escondiéndose detrás de los tapices a fin de hablar la última y de esta manera poder reparar en lo posible el mal que la anciana le hubiese hecho.
Mientras tanto las hadas comenzaron a otorgarle sus dones a la princesa. La primera le dio por don el ser la más bella del mundo, la segunda le auguró que tendría el espíritu angelical, la tercera que poseería una gracia admirable en todo aquello que hiciera, la cuarta que danzaría perfectamente bien, la quinta que cantaría como un ruiseñor, y la sexta que tocaría toda suerte de instrumentos musicales a la perfección.  

Al llegarle el turno a la vieja hada, esta dijo, balanceando la cabeza más de despecho que por la edad, como la princesa se atravesaría la mano con un huso, y que a causa de ello moriría.  

El terrible don hizo temblar a todos los presentes, y no hubo nadie que no llorase. En esos momentos, el hada que se había escondido, surgió de detrás de los tapices, y dijo en alta voz estas palabras:  

-Tranquilizaos, majestades, vuestra hija no morirá; cierto es que no tengo bastante poder para destruir enteramente lo que mi anciana hermana ha hecho, mas os aseguro que la princesa al atravesarse la mano con un huso, en lugar de morir, caerá solamente en un profundo sueño que durará cien años, al final de los cuales el hijo de un rey vendrá a despertarla.
El rey, para tratar de evitar la desgracia anunciada por la vieja hada, hizo publicar prestamente un edicto, por el cual se prohibía a todos hilar con husos, o tener ruecas en su casa, bajo pena de muerte.  

Al cabo de quince o dieciséis años, el rey y la reina fueron a una de sus mansiones de verano y sucedió que la joven princesa correteando un día por el palacio, y subiendo de habitación en habitación, llegó hasta arriba en donde había un desván, en el cual una viejecita estaba sola hilando con su rueca.
.Esta anciana no había oído hablar de la prohibición del rey de hilar con rueca.
-¿Qué hacéis vos, buena mujer? –quiso saber la princesa.
-Yo hilo, hermosa niña –le respondió la viejecita que no la conocía.
-¡Ah, que bonito es!- exclamó la princesa- ¿Cómo lo hacéis?, dádmelo pues quiero ver si yo también sé hacerlo.
No bien la princesa hubo cogido el huso, lo que hizo con un gesto vivo y un poco atolondrado -por otra parte la voluntad de las hadas lo ordenaba así-, se atravesó la mano cayendo desvanecida.
La buena vieja, muy asustada, gritó pidiendo socorro y llegaron servidores de todas partes, unos le echaron agua en el rostro a la princesa, otras le soltaron el corpiño, otros le dieron masaje en las manos, otros le frotaron las sienes con agua de la Reina de Hungría, pero nada le hizo recobrar el conocimiento. Entonces el rey, que había subido al escucharse el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas, y juzgando que el momento anunciado por ellas había llegado, ordenó:
-Colocad a la princesa en la más bella estancia de palacio, sobre un lecho de colcha bordada en oro y plata.
Se hubiera dicho que parecía un ángel de lo bella que estaba, pues su desvanecimiento no había borrado los vivos colores de su tez; sus mejillas permanecían encendidas y sus labios como el coral, tenía los ojos cerrados, mas oíasela respirar dulcemente, lo cual indicaba que no estaba muerta. El rey mandó que la dejasen dormir hasta que su hora de despertar hubiese llegado.  

El hada bondadosa que le había salvado la vida, condenándola a dormir cien años, estaba en el reino de Mataquin, a doce millas de allí, cuando se produjo el accidente de la princesa, pero ella fue advertida al instante por un enanito que tenía botas de siete leguas (se trata de esas botas que hacen siete leguas de un solo paso).
El hada partió enseguida y se la pudo ver al cabo de una hora llegar en un carro de fuego, arrastrado por dragones, y el rey en persona la ayudó a descender del carruaje.
El hada aprobó todo lo que el monarca había hecho, pero como era muy previsora, pensó que cuando la princesa se despertase, sentiríase apurada al estar completamente sola en el viejo castillo.  

He aquí lo que el hada hizo entonces: tocó con su varita todo cuanto estaba en palacio (menos al rey y a la reina), amas de llaves, damas de honor, camareras, gentiles hombres, oficiales, mayordomos, cocineros, pinches, galopines, guardias suizos, pajes, lacayos, junto con los palafreneros, los mozos de los establos, y a Pouffe, la pequeña perrita de la princesa, que se hallaba acurrucada a su lado sobre el lecho.
En el momento en que el hada les tocó, todos se durmieron, para no despertarse más que en el momento en el cual lo hiciera su dueña, a fin de estar dispuestos a servirla en cuanto ella los necesitase, e igual sucedió con los asadores que se encontraban encima del fuego llenos de perdices y faisanes, pues se unieron en el sueño, inmovilizándose, como también las llamas.
Todo se hizo en un momento; el hada no tardó nada en realizar su quehacer. Entonces el rey y la reina, después de haber besado a su querida hija sin que ella de despertase, salieron de allí e hicieron publico que nadie podía acercarse al castillo. Aunque esta advertencia no fue necesaria, pues, en cosa de un cuarto de hora, crecieron alrededor del parque una enorme cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y de espinos entrelazados los unos con los otros, que bestia ni hombre no habrían podido atravesar.
A la salida no se veía más que la punta de las torres del castillo, y esto desde muy lejos, entonces nadie dudó que el hada había hecho bien su trabajo, a fin de que la princesa, durante el largo sueño, no tuviese nada que temer de los curiosos.  

Al cabo de cien años, el hijo del monarca que reinaba entonces y que era de otra estirpe diferente a la de la princesa dormida, fue de caza por aquellos lugares y preguntó de quién era ese gran bosque entrelazado y espeso que se divisaba en lo alto de la montaña, y cada uno le respondió según lo que había oído hablar.
Los unos decían que era un viejo castillo donde vivían los espíritus; otros, que todos los brujos de alrededores lo habían convertido en su morada.
Aunque la opinión más común era que un ogro habitaba allí y que se llevaba a cuantos niños podía atrapar, para comérselos a su gusto y sin que nadie pudiera seguirle, siendo el único que podía hacerse un pasadizo a través del bosque.
El príncipe no sabía a quien creer, cuando un viejo campesino tomó la palabra diciéndole:
-Alteza, hace ya más de 50 años, escuché decir a mi padre que se encontraba en el castillo una princesa, la más bella del mundo, que debía dormir cien años y a quien despertaría de su sueño el hijo de un rey al que estaba destinada.
El joven príncipe, al oír aquellas palabras, se sintió entusiasmado creyendo sin dudarlo que él pondría fin a tan largo sueño, y llevado por el amor y por la gloria de la empresa, resolvió comprobar sobre el escenario de los hechos lo que había de verdad en la extraña leyenda.
En cuanto avanzó en dirección al bosque, todos los altos árboles, las zarzas y los espinos se apartaron para dejarle pasar y pudo ir hacia el palacio que se divisaba al extremo de una gran avenida. Entrado en ésta, lo que le sorprendió fue que nadie había podido seguirle, porque los árboles se volvían a entrelazar a su paso.  

Continuando su camino, un príncipe joven y enamorado es siempre valiente, entró en un gran patio donde todo lo que vio era capaz de helar de espanto. Reinaba un silencio estremecedor, la imagen de la muerte se presentaba por doquier pues no se mostraban a su vista más que cuerpos tendidos de hombres y de animales que parecían muertos. Por la nariz enrojecida y el rostro congestionado de los Suizos, reconoció que éstos no estaban más que dormidos, y sus vasos, donde aún había algunas gotas de vino, revelaban también que se habían dormido bebiendo.
El príncipe atravesó un gran patio pavimentado en mármol, subió por las escalinatas, entró en la sala de los guardias, que se hallaban alineados en fila, el arma sobre el hombro, mientras roncaban a más y mejor.
Cruzó muchas estancias plenas de gentiles hombres y de damas, durmiendo todos, los unos de pie, los otros sentados y entrando en una sala dorada, contempló sobre un lecho, cuyos cortinajes estaban descorridos, el más hermoso espectáculo que jamás viera: una princesa que parecía tener 15 o 16 años y que resplandecía con algo parecido a una divina luminosidad. Entonces se acercó temblando de admiración y se arrodilló a su lado.  

Y, como el termino del encantamiento había llegado, la princesa despertó, y, mirándole con los ojos más tiernos que un primer encuentro parecía permitir, le dijo:
-¿Sois vos, príncipe mío?, bien que me habéis hecho esperar.
El príncipe, fascinado al escuchar tal bienvenida y todavía más de la manera que fue pronunciada, no sabía como testimoniarle su alegría y su reconocimiento, y le aseguró que la amaba más que a sí mismo.  

Sus palabras fueron torpemente dichas, pues a poca elocuencia mucho amor. El príncipe se mostraba más tímido que ella, y esto no debe sorprendernos; la princesa tuvo tiempo de soñar lo que le iba a decir pues existe cierta sospecha (la historia de eso nada cuenta), de que la bondadosa hada, durante los cien años que permaneciera dormida, le había procurado el placer de los sueños agradables.
En fin, que transcurrieron cuatro horas hablando entre ellos y no se habían dicho todavía la mitad de las cosas que se tenían que decir.
Mientras, todo el palacio se había despertado con la princesa, cada uno reanudando el desempeño de su trabajo, y ya que ellos no estaban enamorados, se morían de hambre. La dama de honor, hambrienta como los otros, se impacientó, y dijo en voz alta a la princesa, que la comida estaba servida.
El príncipe ayudo a la joven a levantarse; esta se hallaba ataviada con gran magnificencia, pero él se guardó bien de decirle que iba vestida como su abuela, aunque no estaba menos bella por eso. Ambos entraron en un gran salón de espejos, cenando atendidos por los servidores de la princesa.  

Los violines y los oboes ejecutaban antiguas piezas de manera excelente y eso que habían permanecido cien años inactivos, y, después de cenar, sin perder tiempo, el gran capellán los casó en la capilla de palacio. Los dos poco durmieron, la princesa no tenía una gran necesidad, y el príncipe la dejó de buena mañana para volver a su reino, donde su padre debía estar preocupado por él.  

El príncipe le dijo que cazando perdióse en el bosque y que había dormido en la choza de un carbonero que le había hecho comer pan negro y queso. Su padre el rey, que era un buen hombre fácil de convencer, le creyó, pero no así su madre.
Viendo la reina que el príncipe se iba casi todos los días de caza, y que tenía siempre una razón para excusarse cuando había dormido fuera dos o tres noches, ella no dudó ni un momento que su hijo tenía algún amorío.
El joven y la princesa vivieron juntos un par de años y tuvieron dos hijos, al primero, que fue una niña, la llamaron Aurora, y al segundo, un varón, le dieron el nombre de Día, porque era todavía más hermoso que su hermana..  

La reina quiso muchas veces arrancarle el secreto de tantos misterios a su hijo, pero él no osó jamás confiárselo, ya que temía por aquellos a quienes amaba; su madre era de raza ogresa y el rey se había casado con ella a causa de su fortuna y se decía por lo bajo en la corte, que la reina poseía las inclinaciones de los ogros, ya que viendo a los niños pequeños, lo pasaba muy mal teniendo que reprimir sus instintos, por este motivo el príncipe no quiso nunca decirle que se había casado y tenía dos hijos.
Pero cuando el rey su padre murió, lo que tuvo lugar también al cabo de dos años, el príncipe ocupó el trono, declarando entonces públicamente su matrimonio, y con gran ceremonia fue a buscar a la reina su esposa, al castillo, para después llevarla con gran pompa a la capital en donde ella entró en la ciudad con cada uno de sus hijos a ambos lados.
Algún tiempo después el joven soberano fue a hacer la guerra al emperador Cantalabuffe, su vecino, dejando la regencia del reino en manos de la reina madre, y encomendándole vivamente a su esposa e hijos.
El joven rey debía estar en la guerra todo el verano, y en cuanto partió, la reina madre envió a su nuera y a los niños a un palacio en el campo entre los bosques, para poder llevar a cabo, más a su gusto, los horribles propósitos que la dominaban.
Unos cuantos días después, ella fue a ese palacio y le dijo cierta tarde a su maestresala:
-Quiero comerme mañana para almorzar a la pequeña Aurora.  

-¡Ah, Señora! –gimió el pobre hombre.
–¡Yo lo mando –dijo la reina madre (y lo dijo en el tono de una ogresa que tiene el deseo de comer carne fresca)-, y me la quiero comer con salsa!
El maestresala, comprendiendo que no podía desobedecer a la ogresa, cogió un gran cuchillo, y subió a la habitación de la pequeña Aurora.
Ella, que tenía entonces 4 años, se le acercó saltando y riendo y se le echó al cuello pidiéndole bombones. Él se puso a llorar, cayéndosele el cuchillo de las manos, y marchó al corral a sacrificar un cordero, aderezado con una salsa tan excelente que su ama aseguró satisfecha, no haber comido nunca nada semejante.  

El maestresala escondió a la pequeña Aurora en su propio hogar, cercano al palacio, dejándola al cuidado de su esposa..
Ocho días después, la malvada reina le volvió a decir:
-Quiero comerme para la cena al pequeño Día.
El maestresala no replicó; resuelto a engañarla como la primera vez, fue a buscar al pequeño Día, que no tenía más que tres años, y le encontró con un florete en la mano jugando a cruzar las armas con un mono amaestrado. De nuevo se lo entregó a su esposa que lo llevó al mismo escondite de la pequeña Aurora, y el buen hombre le dio a la ogresa, en lugar del niño, a un pequeño cabritillo muy tierno, que la ogresa encontró de lo más apetitoso.
Todo había ido muy bien hasta entonces, pero un día la perversa reina le dijo al maestresala:
-Quiero comerme a la reina en la misma salsa que a sus hijos.
Y fue entonces cuando el pobre hombre desesperó de poder seguir engañándola. La joven reina tenía 20 años pasados, sin contar los cien que estuvo durmiendo, su piel era un poco dura, aunque bella y blanca; ¿cómo iba a encontrar en el corral manjar semejante?  

El atribulado servidor tomó entonces la decisión, para salvar la vida, de matar a la reina, y subió a sus habitaciones con la intención de hacerlo, aunque furioso por ello. Entró con el puñal en la mano en la habitación de la joven reina., pero no queriendo sorprenderla, le transmitió con mucho respeto la orden que había recibido de la reina madre.
-Cumplid con vuestro deber –le contestó ella tendiéndole el cuello-, ejecutad la orden que os han dado, así iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos que tanto he amado- pues ella les creía muertos desde que se los habían quitado sin decirle nada.
-¡No, no, Señora –le respondió el desdichado maestresala enternecido-, vos no vais a morir, y podréis volver a ver a vuestros queridos hijos, pero esto será en mi casa donde yo les he ocultado, y engañaré de nuevo a la reina, haciéndole comer una joven cierva en vuestro lugar!
La llevó, pues, a su casa, donde le dejó abrazar a los niños y llorar con ellos, preparando una cierva que la reina devoró en su cena, con el mismo apetito que si se hubiera tratado de su nuera.
La reina madre estaba bien contenta de su crueldad, y se preparaba para decirle al rey, cuando éste regresase, que unos lobos hambrientos se habían comido a la reina su esposa y a sus dos hijos.
Una tarde que rondaba como de costumbre por los corrales del palacio para olfatear carne fresca, escuchó en una salita al pequeño Día que lloraba porque la joven reina le quería castigar ya que no se había portado bien, y oyó también a la princesita Aurora que intercedía por su hermano. La ogresa reconoció la voz de la reina y de sus hijos y furiosa al descubrir el engaño, ordenó, a la mañana siguiente, con voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran en medio del patio una enorme caldera que hizo llenar de sapos, víboras, de culebras y de serpientes, para meter a su nuera y a sus nietos, al maestresala, a su esposa y a los sirvientes de éstos.
La reina madre había dado la orden de llevarles con las manos atadas a la espalda, y ya estaban allí, y los verdugos se preparaban a tirarlos dentro de la cuba, cuando el rey, a quien nadie esperaba, entró en el patio a caballo.
El monarca había venido de improviso, y preguntó a todos sorprendido que significaba ese horrible espectáculo; nadie osaba decírselo, cuando la ogresa, rabiosa al ver lo que estaba viendo, se tiró ella misma de cabeza en la marmita y fue devorada en un instante por las alimañas que había hecho meter.  

El rey no pudo impedir el sentirlo, después de todo era su madre, mas se consoló pronto con su bella esposa y sus hijos.
Traducido del original francés por Estrella Cardona Gamio
 



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